Imágenes sustraídas de la red. Desconozco autoría...
En la madrugada despierto confusa hasta que me asomo a la
ventana, para reubicarme, mientras él duerme. No lo miro, pero podría
dibujar su silueta, su modo de viajar entre sueños, a la perfección, con mi
dedo amoroso en el cristal empañado de noche. Respiro pájaros antes de
encontrarme con la luna. Hoy es apenas un gajo, una lasca de luz en el cielo.
Pero al mirarla no puedo evitar pensar en todas las lunas del cuerpo de
Auguste, dormido en otra cama, al lado de otra mujer. O, quizás, confrontando
su insomnio con la noche, desde otra ventana de esta misma ciudad. A lo mejor,
en este preciso momento, la luna aúna nuestras miradas. Y entonces,
contemplándola, sería como si nos contempláramos el uno al otro, con la evidencia
incontestable de los amantes en la distancia. Ahora quisiera subirme al
alfeizar, y comenzar a aullar. Proclamar a los durmientes este amor que hiende
el cielo de estrellas. ¿Qué mundo es este en el que las personas no son libres
de gritar su amor? El odio sí. El odio es “proclamable”, y en su nombre ondean
altas las banderas. Y al pensar en esto
siento como mi cuerpo supura pequeños odios lacerantes. Sin duda, el odio
engendra odio. Por lo que trato de regresar a mi pensamiento anterior, aquel
que versaba sobre las lunas del cuerpo de Auguste. Sus menguantes, sus
crecientes, sus plenilunios. Ser el cielo en donde todas brillen a un tiempo.
Cielo plagado de sus lunas. Plenitud lunada.
En éstas estoy, cuando siento los brazos de Armand torneando
mi cintura. Mujer de barro e informes formas. Hasta que unos dedos masculinos
me cincelan, lentamente, volviendo el barro en carne rugiente de hambre y de
sed. Un hombre me voltea, y se aprieta en mi cuerpo. Mi espalda se enmarca en
el frío cristal de la ventana, expuesto a las miradas curiosas y solitarias,
que a menudo pueblan la noche. Él sumerge su cara entre mis pechos, y bucea
estos océanos como si sólo en ellos pudiera tomar aire. Su rostro emerge para
decirme “se te están achicando los senos, loba”. Y en una carcajada, regresa a
mis aguas. Aquella nuca de pronto se salpica de lunares. Y ya no es sólo la
nuca de Armand, sino también la de Auguste. Auguste reside en el envés de cada
caricia, en el reverso de todo beso. Esposo y amante se superponen. Y amo a dos
hombres en un solo cuerpo. El éxtasis duplicado. Y cuando en eje rodeo con mis piernas
las caderas de Armand, evoco en el descenso la presencia de las "plenilunias"
nalgas de Auguste. Más redondas y carnosas que las del hombre que me penetra… Y
al nacimiento del temblor desde el núcleo hirviente, y su posterior expansión
por el resto de mi corteza, un aullido se cuelga de la noche. Y se columpia en las letras de un nombre. Un
llamado. En un idioma que es el mío, el idioma de la loba. Un idioma que nace
en la entraña, y es hijo de la sed. De una sed única e insaciable. Para el
hombre que, laxo, se abandona ahora entre mis brazos, es el suyo. Para el
hombre que otea la noche desde su ventana, o que quizás toma con furia el
cuerpo de otra mujer, también es el suyo. Pero, quizás, para la loba sea tan
solo el nombre de la inalcanzable luna…
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La luna reclama tu aullido