Pureza.
(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Rayuela, capítulo 18. Julio Cortázar

martes, 24 de enero de 2012

LAS SUPERPOSICIONES DE LOBA


Imágenes sustraídas de la red. Desconozco autoría...


En la madrugada despierto confusa hasta que me asomo a la ventana,  para reubicarme,  mientras él duerme. No lo miro, pero podría dibujar su silueta, su modo de viajar entre sueños, a la perfección, con mi dedo amoroso en el cristal empañado de noche. Respiro pájaros antes de encontrarme con la luna. Hoy es apenas un gajo, una lasca de luz en el cielo. Pero al mirarla no puedo evitar pensar en todas las lunas del cuerpo de Auguste, dormido en otra cama, al lado de otra mujer. O, quizás, confrontando su insomnio con la noche, desde otra ventana de esta misma ciudad. A lo mejor, en este preciso momento, la luna aúna nuestras miradas. Y entonces, contemplándola, sería como si nos contempláramos el uno al otro, con la evidencia incontestable de los amantes en la distancia. Ahora quisiera subirme al alfeizar, y comenzar a aullar. Proclamar a los durmientes este amor que hiende el cielo de estrellas. ¿Qué mundo es este en el que las personas no son libres de gritar su amor? El odio sí. El odio es “proclamable”, y en su nombre ondean altas las banderas.  Y al pensar en esto siento como mi cuerpo supura pequeños odios lacerantes. Sin duda, el odio engendra odio. Por lo que trato de regresar a mi pensamiento anterior, aquel que versaba sobre las lunas del cuerpo de Auguste. Sus menguantes, sus crecientes, sus plenilunios. Ser el cielo en donde todas brillen a un tiempo. Cielo plagado de sus lunas. Plenitud lunada. 


En éstas estoy, cuando siento los brazos de Armand torneando mi cintura. Mujer de barro e informes formas. Hasta que unos dedos masculinos me cincelan, lentamente, volviendo el barro en carne rugiente de hambre y de sed. Un hombre me voltea, y se aprieta en mi cuerpo. Mi espalda se enmarca en el frío cristal de la ventana, expuesto a las miradas curiosas y solitarias, que a menudo pueblan la noche. Él sumerge su cara entre mis pechos, y bucea estos océanos como si sólo en ellos pudiera tomar aire. Su rostro emerge para decirme “se te están achicando los senos, loba”. Y en una carcajada, regresa a mis aguas. Aquella nuca de pronto se salpica de lunares. Y ya no es sólo la nuca de Armand, sino también la de Auguste. Auguste reside en el envés de cada caricia, en el reverso de todo beso. Esposo y amante se superponen. Y amo a dos hombres en un solo cuerpo. El éxtasis duplicado. Y cuando en eje rodeo con mis piernas las caderas de Armand, evoco en el descenso la presencia de las "plenilunias" nalgas de Auguste. Más redondas y carnosas que las del hombre que me penetra… Y al nacimiento del temblor desde el núcleo hirviente, y su posterior expansión por el resto de mi corteza, un aullido se cuelga de la noche.  Y se columpia en las letras de un nombre. Un llamado. En un idioma que es el mío, el idioma de la loba. Un idioma que nace en la entraña, y es hijo de la sed. De una sed única e insaciable. Para el hombre que, laxo, se abandona ahora entre mis brazos, es el suyo. Para el hombre que otea la noche desde su ventana, o que quizás toma con furia el cuerpo de otra mujer, también es el suyo. Pero, quizás, para la loba sea tan solo el nombre de la inalcanzable luna…


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La luna reclama tu aullido