Pureza.
(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Rayuela, capítulo 18. Julio Cortázar

miércoles, 18 de enero de 2012

CAMINO DE LA FIESTA

Imagen extraída de ART SHAPE IV






Armand está de viaje por trabajo, por lo que Auguste ha venido a buscarme para llevarme a la fiesta que da Philippe. Junto a él viene su mujer, Silvie, con su hermoso pelo rojo fuego recogido en un simpático moño. A su modo, Silvie es una mujer bella, pero insiste en llevar esos demasiado sofisticados vestidos negros, que le dan un aire excesivamente estirado, y en cierto modo la avejentan. Sólo su pelo rojo le concede juventud a su rostro, como si ese pelo, que incendia los ojos, no fuera otra cosa que el don que algún hada benefactora le concedió al nacer.

He entrado en el coche y me he sentado justo en el ecuador del asiento trasero. He inclinado mi cuerpo a través del espacio que separa sus dos asientos. Auguste conduce, y yo aprovecho para observar con libertad su cuello oscuro, y el nacimiento de su pelo negro, mientras les cuento un sueño que he tenido esta noche pasada. De vez en cuando cierro los ojos para aspirar con fruición el olor a champú, mezclado con el agua de colonia sobre su piel.... En mi sueño vivíamos en una noche perpetua, y además yo no podía ver las estrellas, hecho que me producía una gran congoja. En ocasiones llegaba a pensar que el cielo no era más que eso, sencillamente un gran lienzo enlutado, o la tapa superior de un ataud, en el que la oscuridad aniquila todo conato de luz. Pero, cuando fruncía los ojos, de repente el cielo se iluminaba, como si se hubiera puesto un vestido de brillantes lentejuelas. Por lo que llegué a la conclusión de que aquella oscuridad de la noche, no era otra cosa que la piel del cielo, la inmediatez de su propia desnudez. Lo curioso de todo esto era que los demás siempre veían el cielo cubierto de estrellas, o adornado por la luna-a la que yo nunca llegaba a ver durante el sueño. En realidad en mis sueños nunca veo la luna. En muchos de ellos la busco, pero nunca asoma, como si me estuviera vedada. Quizás es mi destino de Loba...-.Sólo yo tenía aquella conciencia del cielo desnudo, como una prolongación de mi propia intemperie-o quizás era ésta una prolongación de la intemperie del cielo-. No sé....


Esto viene siendo lo que yo, más o menos, recuerdo del sueño. Pero dudo seriamente que este relato coincida con lo que les conté a Auguste y Silvie. El caso es que, mientras hablo con ellos, mis ojos únicamente se concentran en la nuca de Auguste-hasta que, llegado un punto, ya no sería legítimo llamarle ojos, sino que son sólo una consecuencia de esa bella nuca, tan amada-, y mi boca deja salir las palabras a borbotones. A pesar de la presumible incoherencia de mi historia, y de mi modo caótico de narrarla, de vez en cuando Silvie emite esa risita nerviosa, que quiere significar aprobación, y que yo sólo le he visto utilizar conmigo. En realidad sé que, esa risita un tanto exasperante, no es más que un modo de mantenerme a distancia, un escudo empuñado con el fin de no profundizar en nuestra relación de supuesta amistad. A mí esa risita no me molestaría, casi me resultaría cómoda, sino fuera porque su frecuencia es demasiado aguda para la sensibilidad de mis oídos. Y luego se queda golpeando contra ellos el resto de la noche, hasta incluso después de acostarme. Como si me hubiese pasado la velada debajo de un altavoz, con la música muy alta.

A mitad de camino de La Villette, que es donde nuestro amigo Philippe tiene  su bonito apartamento, me he percatado  de que he olvidado en casa las botellas de Champagne, que me habían encomendado que llevara a la fiesta. Eloise abre la roja boca acusadora, como un resorte, para de inmediato cerrarla, apretando los labios con fuerza. Tanto, que he imaginado que aquel vibrante color rojo, no es carmín, sino el furor de su sangre. Sólo en ese instante Auguste se ha girado, y volviendo su adorado rostro hacia mí, se ha sonreído y me ha dicho:

-No pasa nada Eloise. No esperábamos menos de ti-Y se ha echado a reír sonoramente. Silvie, -a pesar de su evidente enfado-enseguida le ha acompañado, porque ella es de ese tipo de mujeres que siempre acompañan a sus maridos en sus carcajadas. Lo consideran parte del deber conyugal, digamos.

He sentido pena por ella. No es consciente de que aquellas palabras, en el idioma que Auguste y yo hablamos, vienen significando algo así como: “Esas son las cosas que te hacen, esas pequeñas idiosincrasias, amada Loba”. Cuando la seriedad ha regresado a su rostro me dedica una de esas prolongadas y dulces miradas, que caen sobre mí como la más tersa de las caricias....

(continuará...)

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La luna reclama tu aullido