Pureza.
(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Rayuela, capítulo 18. Julio Cortázar

martes, 12 de noviembre de 2013

lunes, 4 de noviembre de 2013

ESCAFANDRA



Ceñirme tu piel como una escafandra
y así sumergirme
hasta descubrir esa criatura que habita
en lo profundo
del mar

viernes, 7 de junio de 2013

CONVERGENCIA DE LOS ESPEJOS






Contempló concienzudamente su imagen. Las huellas del cansancio parecían haberse desprendido de la piel, lo mismo que la hoja del árbol se desprende, llegado el otoño. Tal y como había soñado se confirmó hermosa. Rutilante. Conservaba esa calma tensa que debe gobernar el ojo del huracán, inmune al revuelo que la circundaba. Les pidió que la dejaran sola. Después comenzó a desnudarse, lentamente, descubriendo porciones de su piel oscura a aquella otra que la contemplaba desde la superficie diáfana del espejo. Se veía con nuevos ojos. Ojos regresados desde esa vida que a partir de aquel mismo día dejaría de aguardarla. Ojos en cuyas retinas se amalgamaban las retinas de millones de mujeres que antes de ella habían protagonizado idéntico ritual. Ojos que clausuraban el tiempo de andar descalza por los bosques, los cabellos sueltos enredándose en las ramas. Ahora, como por ósmosis, conocía mil y una maneras de recogerse el pelo y las canciones de la infancia habían sido exiliadas al interior de una caracola. Hasta que llegase el día en el que la acercaría a la oreja de una niña explicándole que ahí se arracimaban todos los sones del mar. Cerrando los ojos  podía llegar a escucharse el canto de las sirenas.


En algún otro lugar, unos cuantos siglos antes, otra mujer que podría estar-según nuestro capricho-del otro lado del espejo, contempla su imagen de similar manera. Permanece largas horas observando como la oscuridad se cierne sobre sus ojos, cercándolos, y en su avanzar siega la luz con la que habían brillado en un tiempo no muy lejano. Ahora, para quien la viese, sería difícil imaginar en ella a la que había sido una joven alegre. De tal modo que sus risas habían sido festejadas por el eco en altos pasillos de piedra. Que su cintura se balanceaba desordenadamente tanto al compás del laúd, como al canto de la cigarra. Que aquellos hombros delgados habían sido los más deseados del reino, pudiéndose orquestar melodías con los suspiros arrancados por las hebras negras que-no por descuido, sino más bien por coquetería- jugueteaban libres alrededor de la nuca. Si pudiese verla,  la joven del otro lado del espejo no dejaría de apreciar la gravedad y severidad de su rostro. E intentaría aprehenderlos para remendar con ellos una máscara que le sería precisa en un futuro. Al igual que ella, esta otra se desnudó y con sus dedos, despacio, persiguió el correaje de sus huesos bajo la piel, y se convenció de que el cuerpo no es más que un cerrojo del alma. Y en ese convencimiento olvidaba el delirio y el goce que se había procurado a través de sus otrora muslos frescos y carnosos, enlazados alrededor de otro cuerpo joven. De repente se sentía vieja, y tras el histerismo y el desenfreno de los meses precedentes, los últimos acontecimientos le habían devuelto el porte sereno y regio. Se instaba a no pensar en cosa alguna que la anclara a la vida, consciente de estar más del otro lado, y, por encima de todo, del lugar que le correspondía en la historia.


La primera joven, acompañada de su hermana mayor y de una prima, examina la delicada lencería, y a cada comentario de las otras responde con una risa pícara. Su rostro es moreno y salvaje. Sin duda la joven del otro lado la hubiese confundido con una campesina, sin siquiera reparar en que su piel es tersa como la candidez de la rosa, y que las uñas de sus dedos son diez esculpidas lunas. Salpican sus cabellos con flores que la hacen sentir la resucitada imagen de la primavera, su piel arde como el sol. La sorprende que no haya sido reducido a cenizas tan delicado vestido, una vez ceñido a su cuerpo. El blanco es símbolo de pureza, de virtud,…de entrega, piensa. Y su educación, a pesar de los comentarios de las matronas, la había preservado inocente. Si hasta hace poco el único contacto que admitía era el de la hierba en su piel, cuando acostada observaba el “carnaval” de las nubes, las manos erguidas hacia el cielo… Un estremecimiento recorrió su cuerpo al pensar en el arribo de la noche. “Tienes la piel de gallina, niña ¿quieres que avivemos el fuego?”. No, negó con un sutil movimiento de cabeza.
No eran muchas las ocasiones en las que había visto al novio y casi siempre la madre ejercía de carabina. Una vez, mientras ésta iba a impartir sus disposiciones a la cocina, él la condujo detrás de los setos y la había tomado entre sus brazos. No sabía la razón pero aquella circunstancia le produjo gran desasosiego. Había sentido aquel abrazo como un cerrojo sobre su cuerpo. De todos modos podía considerarse afortunada, pues casaba con un mozo joven y de trato cortés. Era consciente de que no todas las muchachas podían afirmar lo mismo. Conocía algunas que debido a la situación familiar se habían avenido a matrimonios con hombres mayores que les proporcionaran una holgada situación económica. Pero por encima de todo era consciente del lugar que le correspondía en el mundo.

A la segunda joven le habían permitido conservar a tres de sus antiguas doncellas dada su actual situación. El día anterior cuando le informaron de que por un percance debía retrasarse la “ceremonia”-así ella en un arresto de ironía la llamaba-, había dicho “Mr. Kingston, oigo que no moriré antes del mediodía, y siento mucho por ello, ya que pensé estar muerta para esas horas y por delante de mi sufrimiento”*. A lo que Mr Kingston no pudo sino contestarle que su sufrimiento sería breve. “Oí que dicen que el verdugo es muy bueno, y tengo un cuello pequeño”*, dijo la joven mientras colocaba sus diminutas manos alrededor de su cuello, como si estuviera tomando medidas para la espada del verdugo, y a continuación sonrió quedamente. Así que Mr Kingston salió cabizbajo, reflexionando quizás en cómo un alma acusada de semejantes crímenes podía mostrar en tales circunstancias tamaña entereza. En aquella estancia dejó a tres desdichadas doncellas arropándose entre los vestidos de su joven señora.


En verdad estaba radiante la novia en cuyas pestañas las lágrimas escarchaban de rocío la telaraña. Y llegó el momento en que la cubriera el velo, cuyo material, de tan sutil, atenuaba la luz del sol sin llegar a ocultarla. Destacaban bajo él los rojos labios, manzana a la que se le hinca el diente, cuyo jugo inunda desde la boca hasta la garganta. Al salir de la habitación se vio rodeada por miradas de admiración y recordó lo cómodo que le resultaba pasar desapercibida. Alguien, cuyo rostro no pudo precisar entre tantos, le puso unos lirios entre las manos que ella sostuvo con fuerza, tratando de evocar la presencia de la naturaleza, que durante su juventud había sido su única y fiel consorte. Los alzó hasta la nariz y respiró intensamente, despidiéndose del verano en el campo. Ahora viviría en la ciudad, donde la hierba se trueca en asfalto y a las colinas les arrancan los ojos para denominarlas ventanas. Sintió entonces unas manos invisibles ciñéndole el cuello, como si le tomasen las medidas para el dogal. “Pero no-pensó-este debería ser el día más feliz de tu vida”. Por ello, cuando le preguntaron si iniciaban la marcha, ella asintió resueltamente.


A la segunda joven las doncellas la ayudaron a ponerse el vestido gris oscuro, de damasco, adornado con unas pieles. Bajo él se escondían unas enaguas rojas, único vestigio de su anterior coquetería. El cabello negro lo peinaba recogido y llevaba su tocado francés, como tenía por costumbre. Reservó una última mirada para su rostro y allí pudo distinguir una mujer nueva, desconocida, que la miraba desde un futuro sumido en la nada. Quién sabe si en aquellos momentos se dirigió algún reproche, pero si lo hizo pronto aceptó el sacrificio consumado, por un hombre, por un país. Sin que tuviera tiempo a percatarse, alguien puso un libro entre sus manos, en el que pudo reconocer su devocionario, que sus dedos asieron fuertemente, tratando de extraer de ahí resolución y coraje, pues por muchas veces temió que le abandonara el aplomo a la hora del último paso. Al salir de la estancia se enfrentó con los ojos de la guardia que la contemplaban, algunos embriagados de odio, otros sumidos todavía en la costumbre del pasado respeto. De inmediato irguió la cabeza, consciente de que ese era el modo en el que camina una reina, y ella sería reina hasta que no tuviese donde ceñir la corona. Por ello, cuando le preguntaron si iniciaban la marcha, ella asintió resueltamente.



Ahora en las dos habitaciones los espejos permanecen vacíos, sin más reflejo que la propia estancia, de la que sólo aseveran un único cuadradito inalterable, excepto por los distintos modos en los que acostumbra a declinarse la luz. Las jóvenes, una vez arrojadas a la calle conduden sus pasos al lugar de la ceremonia. Bajo el sol el vestido gris resplandece con la misma cantinela que el vestido blanco. Ambas jóvenes comparten la gravedad del rostro, la mirada vuelta hacia dentro. También la exaltación de los espectadores parece la misma, y el mismo rumor semeja enardecer a la masa congregada. Ambas sostienen con fuerza el objeto entre sus manos . El tacto de las flores es suave y susurrante, tanto como las plegarias que se alzan desde el devocionario. Ambas compiten con el sol en belleza, ambas tienen la cabeza coronada. Ambas miran al frente y encuentran al final de los escalones al hombre que, intranquilo y vestido de negro, aguarda. Y finalmente, ambas clavan los ojos en el mismo tajo, con la misma mancha carmesí grabada por el sacrificio en la madera.


*Palabras atribuídas a Ana Bolena el día anterior a su ejecución

martes, 4 de diciembre de 2012

jueves, 4 de octubre de 2012

BATALLA AMOROSA







Y nos enfrentamos
sobre la piel del otro
en batalla amorosa
con la temeridad
del que ya nada tiene que perder
planeando los cuerpos
como dos kamikazes
Proclamo
que carece de importancia la derrota
a manos de ese sexo
que tu enarbolas victorioso
dentro de mí
como bandera

jueves, 5 de julio de 2012

DE LO QUE ACONTECIÓ DURANTE LA FIESTA EN EL FUERO INTERNO (CONTINUACIÓN) DE LOBA







El deseo, ese gato blanco que cascabelea entre nosotros, se despereza en la mirada y arquea su lomo en curva sublime que salpica la habitación de estrellas. Cómo explicarte a ti, precisamente, que las paredes se caen mientras hablamos. Un alud de libros se cierne sobre las cabezas, desde la estantería. Sería mi deseo morir sepultada bajo los poemas de Rimbaud. Las lámparas, medusas de luz, se desprenden de los techos, y con estrépito de cristales se aplastan contra la alfombra. La noche yace herida de muerte y nadie se percata. Deberíamos arrancarnos los ojos y no volver a mirarnos. Cuando nos miramos el mundo frena la rotación sobre su eje. Puedo sentirlo, aquí, en este lugar exacto de mis ingles, ese que no se glosa en ningún mapa, y del que no hablan los libros de anatomía. Pienso que debería existir una ley que te prohibiera acercarte tanto para no tocarme. Y mientras, nuestros amigos, inmunes a este nuevo descarrilamiento de nuestras vidas, se divierten.  Veo a Silvie tambalearse a la vez que se lleva una nueva copa de champagne a la boca. Parece querer llamar tu atención y agita todo su cuerpo como las aspas de un molino. No sé si será consciente de que este gesto la convierte en una burda imitación de mí, aquélla a la que con disimulo tanto odia. Puedo sentir los vientos de ira que suben hasta tu boca. Nuestro momento cae al suelo como ese plato que resbala, y se hace añicos. Y sin pensar en lo que hago, me llevo las manos bajo el vestido y me quito las bragas que dejo sobre tu mano. Unas bragas tan blancas como el gato de nuestro deseo. Sin despedirme de nadie, salgo a la calle mientras tú tratarás de esconder  disimulando mi última palabra,  esa que te selló la boca con sus encajes. Y en medio de la noche solitaria me arremango el vestido y le muestro mi sexo al viento para que se aleje, llevándose clavadas en su carne las uñas de ese gato blanco que no cesa de arañarme por dentro. Pero el viento no responde a mi demanda y tengo que procurarme un lugar oscuro para acabar con mis manos aquello a lo que tú solamente das comienzo...(para leer más Camino de la fiesta

martes, 3 de julio de 2012

CUERPO CELESTE

Escena de la película Melancholia




Ven
a bruñir la luna
que se opaca en mis ingles
Ven
y sé el astro
que suma en sueño de luz
mi cuerpo celeste