Armand está de viaje por trabajo, por lo que Auguste ha
venido a buscarme para llevarme a la fiesta que da Philippe. Junto a él viene su
mujer, Silvie, con su hermoso pelo rojo fuego recogido en un simpático moño. A
su modo, Silvie es una mujer bella, pero insiste en llevar esos demasiado sofisticados
vestidos negros, que le dan un aire excesivamente estirado, y en cierto modo la
avejentan. Sólo su pelo rojo le concede juventud a su rostro, como si ese pelo,
que incendia los ojos, no fuera otra cosa que el don que algún hada benefactora
le concedió al nacer.
He
entrado en el coche y me he sentado justo en el ecuador
del asiento trasero. He inclinado mi cuerpo a través del espacio que
separa sus
dos asientos. Auguste conduce, y yo aprovecho para observar con
libertad su cuello oscuro, y el nacimiento
de su pelo negro, mientras les cuento un sueño que he tenido esta noche
pasada.
De vez en cuando cierro los ojos para aspirar con fruición el olor a
champú, mezclado
con el agua de colonia sobre su piel.... En mi sueño vivíamos en
una noche perpetua, y además yo no podía ver las
estrellas, hecho que me producía una gran congoja. En ocasiones llegaba a
pensar
que el cielo no era más que eso, sencillamente un gran lienzo enlutado, o
la tapa superior de un ataud, en el que la oscuridad aniquila todo conato de luz. Pero, cuando fruncía los ojos, de repente
el cielo
se iluminaba, como si se hubiera puesto un vestido de brillantes lentejuelas. Por
lo que llegué a la conclusión de que aquella oscuridad de la noche, no era otra cosa
que la
piel del cielo, la inmediatez de su propia desnudez. Lo curioso de todo
esto era
que los demás siempre veían el cielo cubierto de estrellas, o adornado
por la
luna-a la que yo nunca llegaba a ver durante el sueño. En realidad en
mis sueños nunca veo la luna. En muchos de ellos la busco, pero nunca
asoma, como si me estuviera vedada. Quizás es mi destino de
Loba...-.Sólo yo tenía aquella
conciencia del cielo desnudo, como una prolongación de mi propia
intemperie-o quizás era ésta una prolongación de la intemperie del
cielo-. No sé....
Esto viene siendo lo que
yo, más o menos, recuerdo del sueño. Pero dudo seriamente que este
relato coincida con lo que les conté a Auguste y
Silvie. El caso es que, mientras hablo con ellos, mis ojos únicamente
se concentran en
la nuca de Auguste-hasta que, llegado un punto, ya no sería legítimo
llamarle
ojos, sino que son sólo una consecuencia de esa bella nuca, tan amada-, y mi boca deja salir las palabras a borbotones. A
pesar de
la presumible incoherencia de mi historia, y de mi modo caótico de
narrarla, de
vez en cuando Silvie emite esa risita nerviosa, que quiere
significar
aprobación, y que yo sólo le he visto utilizar conmigo. En realidad sé
que, esa
risita un tanto exasperante, no es más que un modo de mantenerme a
distancia, un
escudo empuñado con el fin de no profundizar en nuestra relación de
supuesta amistad. A mí esa
risita no me molestaría, casi me resultaría cómoda, sino fuera porque su
frecuencia es demasiado aguda para la sensibilidad de mis oídos. Y luego
se
queda golpeando contra ellos el resto de la noche, hasta incluso después
de acostarme.
Como si me hubiese pasado la velada debajo de un altavoz, con la música
muy
alta.
A mitad de camino de La Villette, que es donde nuestro amigo Philippe
tiene su bonito apartamento, me he
percatado de que he olvidado en
casa las botellas de Champagne, que me habían encomendado que llevara a la fiesta.
Eloise abre la roja boca acusadora, como un resorte, para de inmediato cerrarla,
apretando los labios con fuerza. Tanto, que he imaginado que aquel vibrante
color rojo, no es carmín, sino el furor de su sangre. Sólo en ese instante Auguste
se ha girado, y volviendo su adorado rostro hacia mí, se ha sonreído y me ha
dicho:
-No pasa nada Eloise. No esperábamos menos de ti-Y se ha
echado a reír sonoramente. Silvie, -a pesar de su evidente enfado-enseguida le ha acompañado, porque ella es de ese tipo de
mujeres que siempre acompañan a sus maridos en sus carcajadas. Lo consideran parte
del deber conyugal, digamos.
He
sentido pena por ella. No es consciente de que aquellas
palabras, en el idioma que Auguste y yo hablamos, vienen significando
algo así
como: “Esas son las cosas que te hacen, esas pequeñas idiosincrasias,
amada Loba”.
Cuando la seriedad ha regresado a su rostro me dedica una de esas
prolongadas y dulces miradas, que caen sobre mí como la más tersa
de las caricias....
(continuará...)